Alma mía, pobre alma mía,
tan solitaria en tu dolor:
enferma estás de poesía,
alma mía llena de amor.
Crees que la vida es un cuento,
crees que vivir es soñar...
Pobre alma sin entendimiento
hora es ésta de razonar.
Hay momentos en que Manuel recupera la cordura y toma decisiones respecto a la temperamental Sara, pero apenas está junto a ella, sus fuerzas flaquean y no puede dejarla.
En el intertanto recibe apasionadas cartas de Lucila Godoy
Por ahorrarte una lágrima andaría un camino de rodillas.
De rodillas: esa es mi actitud de humildad para ti, y de amor. Y nunca yo he sido una humilde, aunque la gente crea eso de mí, por mi cara de monja pacífica. Mira, he tomado mi café (tiritaba de frío) y he cerrado los ojos para verte, y he exaltado mi amor hasta la embriaguez y hubiera querido prolongar el gozo muchas horas. Te adoro, Manuel. Todo mi vivir se concentra en este pensamiento y en este deseo: el beso que puedo darte y recibir de ti. ¡Y quizás - seguramente - ni pueda dártelo ni pueda recibirlo!
Son tiempos difíciles para Manuel que además se sabe amado por otra poetisa que es la mujer elegida por uno de sus mejores amigos.
Son años difíciles para este confundido poeta que dialoga con su propia alma
Ve que la vida no es aquella
que te forjaste en tu candor:
la vida con amor es bella
pero es más bella sin amor.
Ve, alma mía, pobre alma mía,
ve y empéñate en comprender
que el amor es melancolía
y es amargura la mujer.
Para ocupar su mente en otros quehaceres, participa activamente en el grupo de Los Diez. Los hermanos decimales se reúnen muy a menudo, en la chacra de Pedro Prado. Además de estar unidos por una profunda amistad, los une la común inquietud por las artes y las letras. Los primeros integrantes de este grupo son, además de Pedro y Manuel, Juan Francisco. González, Armando Donoso, Julio Bertrand, Alberto Ried, Alberto García Guerrero, Alfonso Leng, Acario Cotapos y Augusto D’Halmar. La Revista de los Diez aparece en la primavera de 1916.
Ese mismo año, Manuel, junto a Prado y Ried, realiza su primera exposición de pinturas en los salones del diario El Mercurio. El nerviosismo inicial es compensado con una excelente aceptación del público y los tres artistas venden casi todas sus telas.
Por un tiempo, se olvida de todos sus problemas amorosos y pasa días felices junto a Amalia y Mireya quienes lo llenan de cariño apoyando todos sus proyectos.
Manuel empieza a sentirse débil y fatigado. Un insistente dolor en el pecho, lo despierta por las mañanas. El lo atribuye a exceso de cigarrillos, pero los exámenes revelan una pleuresía. Su médico recomienda descanso y aire puro, lejos de las preocupaciones y en contacto con la naturaleza.
Entonces, se va a pasar una larga temporada a El Melocotón, en plena cordillera, para hacer el reposo que le han aconsejado.
Sus días transcurren relajadamente. Tiene su caja de pinturas y telas que, poco a poco, se van llenando de colores y formas.
Misia Teresa Carvallo, la dueña de la residencial donde él se aloja, es su principal crítica.
-¿Y por qué no pinta esta casa, don Manuel? Siempre árboles y cerros... ¿No se aburre?
-Tienes razón, Teresa. En esta tela que acabo de recibir, dejaré plasmada esta casita de El Melocotón en donde he sido tan feliz. ¡Que buena idea me has dado, mujer!
Me ubicaré a este lado, para pintar el parrón en primer plano y poder abarcar desde las gradas de entrada hasta los álamos del fondo...
Durante su convalecencia recibe cartas. De Sara, las que lo atormentan y desvelan. De sus amigos, las noticiosas y alegres. De su hija Mireya, las más esperadas y queridas; las que no demora en contestar.
Me sobró un poquito de tiempo y lo he empleado en pintar a vuelo de pincel este paisaje, bastante raro, pero real, pues lo vi así más o menos el día que trepé cerros durante tres horas consecutivas para llegar a la nieve. Como posiblemente no lo entiendas, te diré que, en primer término, es decir, adelante, hay una loma con hierbas y un arbolito. Luego, nieve; después, matorrales azules y al fondo una cordillera nevada.
Si no ves todo esto, es porque no estás en Gracia de Dios.
Las cartas de Lucila continúan llegando. El le cuenta que sufre mucho al no poder dejar a Sara y le pide que sirva de intermediaria entre ellos. A pesar de esto, a pesar de saber que su amor no es correspondido, las cartas de ella, siguen siendo cada vez más encendidas.
Me tortura hasta la desesperación ver lo que pasa en mí, ver cómo me voy encariñando con Ud.; cómo de quimera se va esto haciendo verdad inmensa, y tener la certidumbre de que no podrá , a pesar de toda su abnegación, quererme cuando me conozca.
... Cuide de su cuerpo, pero sobre todo cuide de su espíritu. No esté deprimido. Hágase la voluntad de no sufrir más por ella.
Será una cosa tan amarga para mí hallarla entre Ud. y yo, como un muro que impida que el calor de mi corazón sea sentido por el suyo...
... Tengo la seguridad absoluta de que nadie me quiso jamás. ¿Había de quererme Ud., Manuel, que es un espíritu amasado de estrellas, cuando el otro que tenía barro en el corazón, que era menos que yo, no me quiso?...
Hoy que lo sé enfermo se me hincha el pecho de una dulzura mayor aún para Ud.
¡Si pudiera darle una porción de vida, como se da un beso! Yo le pediría que me dejara sólo la que precisan tres años más. El resto se lo haría beber a grandes sorbos.
Sus hermanos decimales, se turnan para ir a hacerle compañía e intercambiar apreciaciones sobre temas literarios y artísticos.
Sólo Amalia permanece ausente. Como si no estuviera enterada de nada. Como si no le importara lo que a él le pasa. Ni una carta. Ni una visita. Nada...
Manuel camina por los senderos montañosos y siente que en contacto con la naturaleza, poco a poco, recupera su fuerza y su salud.
Coge, alma, la flor del momento
y no la quieras conservar.
Si se marchita, échala al viento,
que lo demás fuera soñar...
Y mi alma dijo: En mi embeleso
oí tu voz como un cantar,
¿Sabes? Soñaba con un beso
robado a orillas de la mar.