DE MIS DIAS TRISTES

En 1999 el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile publicó el libro "De mis días tristes" donde cuento algo sobre la vida y obra de mi abuelo, el poeta, pintor, dramaturgo, crítico de arte y cuentista chileno, Manuel Magallanes Moure (1878-1924) El nombre de cada capítulo corresponde al título de uno de sus poemas, los que pueden leerse completos en el Link Los poemas de mi abuelo. El prólogo es de la escritora Ana María Güiraldes.

14.6.07

15.- POR LA ORILLA DEL MAR

A la caída del sol,
por la playa inmensa y sola
de frente al viento marino
nuestros caballos galopan...
En blancos grupos contemplan
caer el sol las gaviotas
mas, al acercarnos, vuelan
en bandadas tumultuosas.

Manuel va a pasar unos días a Cartagena en compañía de su hija Mireya. Desde los balcones de la casa, que finalmente terminó de construir su hermano Valentín, contempla el vaivén de las olas. Luego las hace revivir en los colores de su pincel. Camina por el gris de la arena, de la mano de su hija. Salen a andar a caballo. Recitan poemas. Inventan historias. Sueñan.

Mireya es todavía una niña que se acuesta temprano. Él la acompaña, conversa con ella hasta que se duerme y luego sale a pasear sus desvelos.

Camina por los corredores de esa casa junto al mar. La misma que construía con Amalia para disfrutar de largas temporadas junto a sus hijas. La casa en que invirtieron todos sus ahorros. La que Amalia juró no volver a pisar cuando no quiso más nada con todo lo que pudiera recordarle a Amalita. Cuando también dejaron la casa de la calle Pérez, en San Bernardo, y se fueron a vivir a Santiago.

... Las olas vienen, las olas van
y los peñascos inmóviles están.
Con mi traje negro. Con mi alma negra...
... Doy vuelta en mis manos el negro sombrero
que un crespón rodea, negro, negro, negro...

Al pensar en su hija desaparecida, Manuel, piensa también en Valentín, su padre, de quien sólo guarda el recuerdo impreciso de unas manos grandes y un característico aroma a tabaco y lavanda.

Todavía conserva, como una de sus más valiosas posesiones, los poemas manuscritos que él le dejara en herencia y que tanto le gusta releer, especialmente los más revolucionarios.

Piensa en la falta que le ha hecho su padre. En lo mucho que le hubiera gustado poder disfrutar más de su presencia. En lo bueno que habría sido poder oírlo hablar de sus hazañas. De sus inquietudes literarias. De su amor por Elena. De sus propios padres.

Y Manuel se sienta en la vieja mecedora, frente al mar, y se queda ahí, recordando las historias acerca de Manuel Magallanes Otero, su abuelo paterno, que le han contado sus tíos y que él mismo se ha encargado de investigar. De ese abuelo que combatió en la batalla de Rancagua. Que fue edecán de José Miguel Carrera. Que recibió el título de Agrimensor del Obispado de Santiago, de manos del mismísimo Casimiro Marcó del Pont y que, por ahí por el año 1816, se casó con Merceditas Vargas, sobrina nieta de uno de los tres Antonios. Fue un gran hombre su abuelo, no cabe duda. ¡Si hasta fue suya la moción para repatriar los restos de los hermanos Carrera!...

¿Y él? ¿Qué ha hecho él por su patria, aparte de dedicarle algunos poemas?

Enseña noble y sagrada, que traes a la memoria
tantos recuerdos de gloria, tanta grandeza pasada.
Cuando en ti nuestra mirada se fija, despierta y crece
nuestro valor, y parece que una racha de heroísmo,
bajada del cielo mismo, nuestras almas estremece.

Decididamente los genes que heredó de su abuelo y su padre fueron más poéticos que revolucionarios. Más contemplativos que combativos. Más calmos.

Y Manuel sonríe con tristeza al recordar que, cuando Elena le contaba cosas acerca de su padre, él se lo iba imaginando de mil formas distintas. Inspirado y romántico si escribía. Decidido y enérgico si alegaba en la Corte. Arriesgado y heroico en el combate. Bondadoso y protector en el hogar. Cariñoso con sus hermanos y amoroso con su madre... ¡su madre! ...

¡Con qué inmensa ternura evoca ahora su presencia silenciosa, mientras el mar gime a lo lejos!

Madre, ahora comprendo.
Ahora que agobiado por el enorme peso
de mis desilusiones, tristemente camino,
receloso, callado, la mente sin ensueños,
el alma sin canciones; ahora que voy solo
por el largo sendero cuyo término marcan
los brazos de una cruz, madre, tu amor comprendo,
y extraviado viajero vuelvo a ti como a un claro
llamamiento de luz.