DE MIS DIAS TRISTES

En 1999 el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile publicó el libro "De mis días tristes" donde cuento algo sobre la vida y obra de mi abuelo, el poeta, pintor, dramaturgo, crítico de arte y cuentista chileno, Manuel Magallanes Moure (1878-1924) El nombre de cada capítulo corresponde al título de uno de sus poemas, los que pueden leerse completos en el Link Los poemas de mi abuelo. El prólogo es de la escritora Ana María Güiraldes.

13.2.07

11.- LA JORNADA


Emprendieron la ruta cuando el alba
desenvolvió a lo largo de la noche
la ondulada silueta del camino...

... Marcharon los viajeros y a medida
que avanzaban, las sombras de la noche
se iban desvaneciendo.


Entre los muchos amigos que frecuentan la casa de los Magallanes Vila, está Juan Francisco González, a quien le encanta pintar bajo los árboles de la quinta. Otros, como Víctor Domingo Silva y Baldomero Lillo, hermano de Samuel, se instalan a la sombra de la frondosa higuera para hablar de cuentos y poesía.

Las tertulias se prolongan hasta altas horas de la noche. Se habla de arte, de literatura y música. Recitan poemas. Interpretan obras en el piano y si hay alguno que destaque por su voz, se improvisan canciones. Uno de los más entusiastas asistentes es Augusto Thomson. Con su apariencia distinguida y modales finos, intenta ocultar su origen tan oscuro como humilde, pero su talento literario es indiscutible.

En 1904, Thomson junto a Julio Ortiz de Zárate y Fernando Santiván, en un afán de imitar al gran escritor ruso, forman la Colonia Tolstoyana, con la idea de vivir en contacto con la naturaleza y vivir de lo que ella les brinde, cultivando tanto el intelecto como la tierra. Deciden instalarse en La Frontera, al Sur del país. Cuando el tren en que viajan pasa por San Bernardo, encuentran en la estación a Manuel quien les hace un simbólico aporte monetario para ayudar a tan mágica empresa, como cuenta Augusto d’Halmar en sus Recuerdos Olvidados :

"Al pasar por San Bernardo, los abrazó en el andén el poeta Manuel Magallanes Moure, y les hizo entrega de una cajita de fósforos llena de las monedas de oro en curso; con lo que repetía el gesto filantrópico que, meses antes, había hecho, al partir enfermo de nuestras costas, el colombiano Isaías Gamboa...."

Después de un fallido intento en tierras australes, estudian la posibilidad de instalar la Colonia en San Bernardo. Quizás Magallanes Moure pueda ayudarlos...

Al llegar al pueblo, son acogidos por Manuel y Amalia, quienes los invitan a comer con ellos, esa misma noche.

Fernando Santiván recuerda esa velada en sus Memorias de un Tolstoyano:

El hogar de los Magallanes era, en realidad, blando, tibio y señorial. Poseía el llano encanto y la distinción que fue patrimonio de las familias provincianas de fortuna y abolengo. El gusto artístico del dueño de casa, junto con la arraigada tradición del resto de su familia, supieron prescindir de recientes modas importadas y conservar la sencillez de las antiguas costumbres. La casa misma, con su único piso y sus techos bajos, sus amplias salas y extensos corredores protegidos por cristales, sus gruesas murallas exteriores con ventanas enrejadas, se prestaba para rememorar los solares de la Patria Vieja... Por las soleadas galerías, palpitantes de trinos, se divisaba el jardín recargado de plantas olorosas, mientras que por los caminillos enarenados se desperezaba un viejo mastín y caminaba a saltitos una pareja de queltehues vigilantes.

Esa noche nos recibió Magallanes Moure con esa su gentil llaneza que infundía, de inmediato, seguridad y confianza.

A pesar de su juventud, la renegrida barba y el invariable traje negro le daban aire majestuoso y patriarcal; pero, bien pronto, la corbata flotante y el flexible chambergo bastaban para insinuar un imperceptible santo y seña de despreocupación y camaradería. Emanaban de su persona elasticidad y fuerza, atemperadas por un vaho de somnolencia felina que lo envolvía en sobria distinción y elegancia. Y, fuera de esto, asomaba el rostro pálido, ligeramente dorado por el sol, entre la fina enredadera sombría de la barba moruna, la sonrisa acogedora de los rientes ojos castaños, que hubieran sido placenteros por completo si no burbujeara en ellos leve chispa de ironía...Pocas veces hemos encontrado en la vida persona que reuniera, como Magallanes, tanta armonía entre su obra artística y la severa gracia de su estampa.

Amalia Vila no era quizás ni muy hermosa ni muy joven, pero su rostro ovalado y ligeramente moreno era simpático, vivaz y acogedor.

La comida transcurrió en un ambiente amable y cordial. Augusto entretuvo a los concurrentes narrando nuestras aventuras en la pasada expedición.

- ¡Pobres niños! - exclamó Amalia al finalizar el relato - No es posible que continúen tales aventuras... Son demasiado peligrosas. La colonia deberá fundarse aquí, en San Bernardo. Ya hemos decidido con Manuel entregarles un terrenito para que inicien su ensayo. Es verdad que habrá que esperar algunos días hasta que desocupen las habitaciones que tenemos arrendadas. Pero, pueden contar con eso.

Pasamos de nuevo al salón y allí terminamos la velada escuchando versos de Magallanes Moure, bellamente recitados por Augusto, música de Mozart y Beethoven, ejecutada al piano por Amalia y delicados poemas de Maeterlinck, puestos en melopeya por Ortiz de Zárate.

Durante algún tiempo, los integrantes de la Colonia Tolstoyana se esmeran por llevar a cabo sus idílicos planes. Consiguen un arado y preparan el terreno para luego sembrarlo. Fernando y Julio trabajan de sol a sol mientras Augusto les lee en voz alta algunos pasajes de la Biblia.

De la caldeada tierra
suben vapores trémulos;
no hay un soplo en la atmósfera
ni una nube en el cielo.

Brota sudor copioso
tras el más leve esfuerzo,
y hay sabores amargos
en los labios sedientos.

Con mucha alegría reciben, de parte de León Tolstoi, el envío de 15 rublos y una tarjeta postal escrita en ruso, que nunca logran descifrar. Otros intelectuales llegan a San Bernardo con la idea de incorporarse. Entre ellos Pablo Burchard y Rafael Valdés. Finalmente, a pesar de la ayuda recibida y de los esfuerzos titánicos de Ortiz de Zárate y Santiván por salir adelante, sucumben ante la comodidad de Augusto y lo descabellado de esta utopía.

Manuel y Amalia, mientras tanto, comparten días felices junto a sus hijas. Hacen planes. Sueñan con una casa en Cartagena, en lo alto de un cerro, desde donde puedan contemplar cómo el sol se oculta tras las olas, en la Playa Grande. Un refugio para escribir y pintar lejos del bullicio mundano.

Caminamos, caminamos
hacia la mar que nos llama
El sol inunda la senda
y no hay sombra que nos valga.

8.2.07

10.- ADORACION

Tus manos presurosas se afanaron y luego,
como un montón de sombra, cayó el traje a tus pies
y confiadamente, con divino sosiego,
surgió ante mí tu virgen y suave desnudez.

Los recién casados deciden vivir en San Bernardo, en la misma quinta donde se conocieron, que ha heredado Amalia, junto a otras propiedades de la familia Vila Magallanes.

El amor que sienten el uno por el otro se hace realidad, después de una espera que parecía interminable. Sus caricias se impacientan. Sus manos se buscan. Sus labios se encuentran. Sus mentes y sus cuerpos se funden en uno solo.

Con el alma en los ojos te contemplé extasiado
Fui a pronunciar tu nombre y me quedé sin voz...
Y por mi ser entero pasó un temblor sagrado
como si en ti, desnuda, se me mostrara Dios.

En 1904 aparece Matices, el segundo libro de poemas de Magallanes Moure. El prólogo es del poeta colombiano Isaías Gamboa:

“ ... La poesía de Magallanes Moure es insinuante y seductora; uno la gusta y la ve. Es para ser leída mentalmente, como se contempla en silencio un paisaje. Produce un acallado deleite... Hace que todo el encanto se desprenda del asunto mismo, que él sabe mostrar desde su punto de vista de poeta y de pintor...”

Ese mismo año nace la primera hija que se llama Amalia, como su madre.

Un año después, nace Mireya. Manuel elige ese nombre en homenaje al libro homónimo que escribiera Federico Mistral, quien acaba de obsequiárselo, cariñosamente dedicado. Manuel lo ha releído muchas veces. Le fascina la belleza de los textos. Le emociona el trágico amor de Vicente y Mireya, y especialmente ese final tan poético cuando los rayos solares hieren a la pobre niña en la frente junto a la salada marisma y determinan su muerte en la capilla de las Santas Marías.

Amalita es rubia y de ojos claros, como su abuelo Bernardino.

Mireya tiene los ojos café y el pelo castaño, como sus padres.

Sus vidas transcurren apaciblemente en la casaquinta de la calle Pérez, aromada de naranjas y jazmines. De madreselva y cariño. De yerbabuena y niñez feliz.

Amalia administra la casa. Se preocupa de sus hijas. Visita poblaciones, ayudando a los más necesitados. Lee y sueña.

Manuel edita varias revistas, entre las que destaca Chile Ilustrado. Colabora en publicaciones extranjeras. Participa en política y es elegido Alcalde de San Bernardo.

Ambos se aman con una fuerza que creen capaz de vencer todos los obstáculos que alguna vez pudieran presentarse en el camino.

¿Creer? ¿Pensar? Ya no. Sólo sentirte.
Sentirte en mí, sentirme en ti, eso es todo.
Ser como el aire que tu boca bebe,
como la luz que bebes con tus ojos,
como el agua que bebes con tus labios;
entrar, entrar en ti, hasta lo más hondo,
y al fin dejar de ser y ser tú misma!
Ni pensar, ni creer. Sentir. Es todo.